El Emigrante - Cuento de Pedro Baquero


Del narrador, catedrático y obseso gastrónomo Pedro Baquero, publicamos un mágico y divertido relato que celebra nuestra colectiva educación imaginaria.


Por Pedro Baquero M.

No puedo recordar, a ciencia cierta, cómo pasó. Cuando intento reconstruir los hechos, las imágenes se cruzan y entrecruzan de tal manera que me resulta difícil situar un orden y establecer la causa exacta que, aunque inútil para posibilitarme el retorno, me permita, quizá, el consuelo de las explicaciones.
Hay un acontecimiento, sin embargo, que por su recurrencia en mi memoria considero, si no el primero, el más detonador y trascendente, como en realidad es todo acontecimiento. Una tarde de sábado, como era mi costumbre, estaba tendido en la comodidad de mi cama, indeciso entre quedarme a ver la película que pasaban por la tele o irme a la calle a jugar con mis amigos de la cuadra, un partido de micro futbol. Masticaba con desgano unas papas fritas cuando oí un correteo diminuto en algún lugar de la habitación. Por una fracción de segundo mi atención distraída asoció el ruido con un efecto sonoro de la película y aún con el ruido del empaque sintético de las papas fritas; pero como el correteo se repitió, deduje que otra vez las ratas habían invadido el techo de la casa. Mientras me incorporaba tratando de atrapar con el oído el lugar exacto del correteo en el cielo raso, tuve la impresión, casi certeza, de ver al conde Drácula saltar fuera de la pantalla y volar hacia el rincón más oscuro del cuarto. No sé si lo imaginé primero o lo vi después; pero guardo aún la imagen difusa de un vampiro envuelto en sus alas de fino terciopelo, colgando cabeza abajo entre mis ropas. Fue una fascinación. No tuve miedo, mi única inquietud alucinada era explicarme como lo había logrado. Porque ahí estaba la evidencia, diez veces mayor en su tamaño al de la imagen que había visto saltar de la pantalla, sin sótano húmedo, sin sarcófago, sin tumba, dispuesto como una prenda más en mi ropero.
Fue un pacto sin palabras, implícito, secreto, sin muchos sobresaltos. A los diez o doce años de edad, que tenía por entonces, sin ningún escándalo pueril, los acepté fascinado y discreto en mi habitación. Pues —debo decirlo— no sólo el Conde vino a vivir conmigo. Vinieron muchos otros. No sé quien saltó el primero de la pantalla; pero fue el Conde al primero que advertí y al primero que encuentro siempre que intento rastrear los acontecimientos en mi memoria. Entonces viví, poco a poco, sin sorpresas mayores, la llegada inevitable de los otros. Fue un pacto de cómplices. Bastaba con encender el televisor en blanco y negro, girar la perilla del canal y ya estaban allí.
Cuando el diminuto capitán Alexander Fitzhugh sacó la cabeza por el ángulo inferior izquierdo de la pantalla y gritó por aquí, por aquí muchachos, podemos escapar por aquí, tuve la certeza de que ya no pararían de llegar —me sentí solidario, escaparían de sus terribles perseguidores y sería su protector; aunque también yo fuera un gigante—. Me miró fijamente a los ojos y dijo puedo confiar en ti, creo que eres de los buenos y se descolgó confiado de la pantalla hacia la superficie polvorienta del escaparate donde reposaba el televisor. Estaba fascinado, debo reconocerlo. Los vi saltar a todos. El capitán primero, luego el ingeniero Mark Wilson, el niño Barry y su perro Chipper, todos escaparon, uno a uno y corrieron a esconderse entre los cachivaches. Los busqué, entonces, con ansiedad. Desocupé las cajas de juguetes pretéritos, ordené libros abandonados, esculqué entre las páginas de un viejo álbum de familia, revisé entre las rejillas de ventilación del televisor cubiertas de un polvo anacrónico, y aunque no los encontré supe con certeza que habían escapado de la Tierra de Gigantes y que ahora estaban allí en algún lugar de mi cuarto. No sé si los vi primero o los imaginé después; pero los presentía entre los cajones de la ropa, en las gavetas del escritorio, entre las porcelanas empolvadas del armario. A veces también entre las sábanas y debajo de las almohadas.
Los veía, escuchaba sus voces, advertía sus pasos: los gritos cavernícolas de Pedro Picapiedra, las pisadas de payaso felino de la Pantera Rosa, el bip bip del Correcaminos matando de hambre e impotencia al pobre coyote. Un domingo en la tarde tuve ganas de atrapar al pajarraco y servírselo en bandeja de plata al coyote; pero el pájaro era muy listo y su perseguidor, un fracasado, de manera que los deje entrar y salir de la pantalla cuantas veces quisieron sin interesarme mucho en ellos.
Todos vinieron. Al capitán Spock, de Viaje a las estrellas y a Heidi, la niña de las montañas, los sorprendí una vez entre las gavetas de mi escritorio. Por un segundo, los tres nos paralizamos de la sorpresa; pero ellos, más ágiles, desaparecieron antes de que yo pudiera reaccionar. No sé si lo vi primero o lo imaginé después. Lo juro. Pero ya casi adulto, una noche, cuando me desvelaba, metido entre las sábanas, me sorprendió el mismísimo Topo Gigio, el célebre ratoncito argentino de Juan Carlos Mareco, parado sobre la tele, ahora a todo color, contándome ovejitas para que me durmiera. Sentí un poco de vergüenza conmigo mismo pero al fin, juntos, el ratón y yo nos quedamos dormidos.
Aprendí a convivir con muchos de ellos. Al Conde, por ejemplo, lo sentía volar. Cuando se acababa la programación a media noche y cerraban los canales y en la pantalla sólo quedaba un tenue brillo claroscuro y lluvioso, el vampiro salía por la ventana, en busca de su alimento ineludible. Yo sabía que regresaba antes de que la madrugada encendiera sus alarmas de luz. Estaban ahí. Dulcemente hacinados sin apenas incomodarse a pesar de la estrechez de mi alcoba: Los Pitufos y la Rana René,
Archivaldo y el Avispón Verde, Sabrina, la dulce hechizada y el súper agente ochenta y seis… A veces los disparos certeros de Jim West hacían blanco en una porcelana, o el intrépido Zorro fueteaba el aire de la alcoba y volvía a entrar en la pantalla. Yo me quedaba contemplando la Z inconfundible hasta que se desvanecía por completo en las moléculas de aire adormecidas de mi habitación. Éramos una familia.
Pero las cosas se complicaron. Llegó el control remoto y la oferta ineludible de canales. Con el zapping vinieron otros visitantes, verdaderos invasores; agresivos, grotescos y territoriales. Ahora saltaban como una plaga desde las pantallas multicolores. El control remoto los traía desde el otro lado de los circuitos electrónicos. Ellos, sin ningún recato, sin ninguna discreción se tomaron la casa. Aunque hice todo el esfuerzo por mantenerlos en la sala, mis hijos los volvieron a meter en las alcobas, los aceptaron en los baños, en las vajillas, en los forros de los cuadernos, en la ropa, en los alimentos. Se fueron con ellos a la escuela. Ya no hubo retorno posible.
Un día, en el baño, me encontraba cara a cara con el insoportable Bart Simpson y al otro, en la alcoba, con el estúpido de su padre. Aún así los prefería a ellos antes que soportar a aquellos camorreros irredentos de la Tropa Rex y Jiban, los Transformes, los Visionarios y Geo force que invadieron la casa con sus disparos y conjuros sangrientos. La guerra fue entonces su pasión colectiva. Me desesperé, me desesperaron, los perseguí, los espiaba, quería expulsarlos a toda costa, hasta que se me ocurrió la idea de emigrar. No sé si lo vi primero, o lo imaginé después. Pero una tarde, haciendo zapping, desde el universo de Matrix, Neo saltó de la pantalla. Es tu hora, me dijo, estás acorralado. Salta, salta. Nada es lo que parece ser, te poseen. Salta al mundo real, y me mostró claramente cómo hacerlo. Ya no abandoné nunca más el control remoto. Ahí estaba la clave, zapear, zapear, estar listo. Me preparé, revisé las conexiones eléctricas, me aseguré de cambiarme de la televisión por cable a la satelital. Tal como me indicó Neo, me puse frente al decodificador de señal y obturé el botón de salto. Hice jump en el microsegundo exacto y lo logré. Aquí estoy al otro lado de la pantalla. Sólo. Nadie volvió después de Morfeo. Aún resuenen en mis oídos sus palabras: ¿Qué es real? ¿De qué modo definirías real? Si te refieres a lo que puedes sentir, a lo que puedes oler, a lo que puedes saborear y ver, lo real podría ser señales eléctricas interpretadas por tu cerebro. Luego se marchó. Fue la única presencia que vi de este lado de la pantalla. Ya  no regresó nadie. No sé si lo vi primero o lo imaginé después; pero se llevó el control. Sin poder zapear, siento que no hay retorno. Sólo queda esta luz fría y este silencio absurdo y luminoso.

Pedro Baquero Màsmela nació en Neiva, (Huila) en 1961. Licenciado en Español y literatura de la Universidad Incca de Colombia y Magister en Docencia Universitaria de la Universidad de La Salle. Se desempeña como profesor universitario en las áreas de pedagogía y didáctica de la literatura. En 1989 publicó los relatos Fábulas y verdades de un garrafal olvido en los que recrea el trasfondo social de la avalancha del Volcán Nevado del Ruiz. Su libro de cuentos infantiles El rey de la Salsa alcanza ya la séptima edición en la Cooperativa Editorial Magisterio. Es autor de ensayos sobre enseñanza de la literatura, docencia universitaria e investigación educativa. En la actualidad prepara el libro de cuentos Fabulas perversas.